La ciudad que fue

CANTO DE PAZ

A Humberto Díaz-Casanueva

Y fue de pronto, al borde del camino
— extrañas flores —
ese bosque de cruces uniformes,
blancas, de una blancura fulgurante
bajo el sol estival.

Un compañero de armas
conocido de Dios.
Mas, ¿es verdad, Señor, lo conociste
cuando ante ti surgió
con su cabeza rota y sus manos sangrantes
desde un oscuro cielo de batalla?

« Un hombre conocido
solamente por Dios ».
La inscripción se repite
como una pesadilla.
Y los otros: veinte años, dieciocho años,
los besadores de la primavera,
venidos de los más lejanos cielos
a dar la muerte y recibir la muerte,
olvidados del beso,
oscurecidos, ciegos.

Oigo el canto del mar
como una letanía.
Miro las cruces fulgurar.
Imagino los rostros, las sonrisas.
¿Por qué estamos aquí,
con qué derecho gozamos de este día,
mientras ellos
yacen deshechos, para siempre imóviles?
¡Hombre del Siglo Veinte, veinte siglos
no te enseñaron el amor!
No te sirve la lumbre de la ciencia:
Bajo el polvo candente, Nagasaki,
las alambradas de Auschwitz,
los campos de dolor.
¡Ah, si las bocas silenciosas
se abrieran para condenarte
y las manos brotaran de la tierra
hacia la luz, buscándote,
ningún coro sería más tremendo,
ningún mar con más sangre,
ningún viento más ronco:
Clamor de densa selva hecha de cuerpos,
espesa, interminable!

Las madres de la tierra
debemos detener esta barbarie.
Opongamos al trueno de las armas,
la canción de los trigos;
al girasol de fuego que destruye,
el girasol de paz de los molinos;
al fulgor de los ojos llenos de odio,
el fulgor de los ojos de los niños.

Que suba la canción de nuestras ruecas,
la canción de la llama en el hogar prendido.
Que nuestra gracia rompa la tiniebla
y mientras duerme el hijo,
sentiremos nacer los nuevos cánticos
y crecer, y crecer en los caminos
el amor de los hombres, que van cantando unidos.


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