La ciudad que fue

A LA POESÍA

A María Maluenda y a Roberto Parada

Eres la primavera. Su oro enceguecido.
Con rumorosos trigos quisiera coronarte.
Con las húmedas flores que al alba se estremecen;
con las trémulas llamas que consumen la tarde.
Ceñiría a tu cuerpo la noche de los astros,
sus desgarradas alas palpitantes,
el viento presuroso que canta entre los juncos,
la guirnalda de blancos arrayanes,
y dejaría así detenido tu gesto,
tu sonrisa infantil dibujada en el aire.

Que sobre ti no caiga la lluvia de ceniza,
la oscura sal del tiempo,
— espuma, espuma frágil
sobre un mar de tiniebla —
espiga estremecida sobre tierra de sangre.
Que nunca en mí se apague la sed de tu relámpago,
quemadura invisible,
cristal de flor y llanto.
El mar tiene tu imagen,
tu insistente tormento:
socavadura lenta,
ala de cóndor trémula.

Me pusiste en la frente tu estigma desolado.
Con él quiero marchar. No libraré los bazos.
No escucharé más voz que la del mar lejano,
ni sentiré más llanto que el rumor de la lluvia,
ni buscaré otras manos
que las suaves del viento entre los álamos.

Voy por la noche torva
sin dejar de mirarte.
Por el aire salobre,
con tu voz en mi sangre.

El mar tiene tu imagen
y es demasiado dulce para mirarla sola
sin llorar, intocada visión clavada adentro,
distante del espacio, liberada del tiempo,
entre la tempestad y el hondo sueño.


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