La ciudad que fue

EN LA MUERTE DE GABRIELA MISTRAL

No quiero ver tu rostro, adorada viajera.
Lo miré tantas veces recortarse
en las altas montañas de mi tierra.
No quiero oír las voces
que lloran por tu ausencia.
No quiero oír el eco
que repite tu nombre
de valle en valle,
de mar a cordillera.

Sólo tu voz,
tu voz quisiera oír
en esta tierra América
donde el dolor del indio
siembra su oscura sementera;
tu voz, que sola basta
para llenar el mundo
como un candente manantial,
que es dulce,
para dormir a un niño.

Tu lengua del amor,
la dolorida, la extasiada,
llama de transfiguración,
la que tiñó con sangre tus estrofas
y te dejó por siempre
clavada en su fulgor.

Ahora, no digamos.
Escuchemos al viento
quebrar junto a los trigos su sollozo,
porque no está tu acento.

Ahora, no digamos.
Escuchemos sólo al silencio,
única voz que puede
responder a tu verbo.

Escuchemos subir de las vertientes
ese sordo clamor de letanía
porque ya nunca sentirán tu beso,
y entre los altos pinos, junto al mar,
iEscuchemos!


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